jueves, 8 de octubre de 2009

El tiempo

Accedió a donde se escondía el extranjero, con el fusil al hombro y a pié a través del lago. La cabaña desvencijada estaba repleta de informes manuscritos. Algunos libros de título incomprensible parecían hacer la función de pisapapeles. Al cruzar la entrada, la lámpara de aceite iluminó el colgante atado a su cuello, un trozo de nieve o de hielo atravesado por un cordón de cuero viejo, por fuera de la chaqueta de piel y a la altura del pecho. Cada invierno hacía una figura nueva que se derretía al llegar la primavera. Ella decía con una sonrisa que era su corazón blanco, pero el interés real del objeto era mucho más mundano. Que comenzase a deshacerse era la señal que le indicaba que tenía que reiniciar la marcha, que ya había pasado demasiado tiempo en un lugar cálido y acogedor, que era hora de irse. Al extranjero siempre le había sorprendido la belleza del agua y de la combatiente. Aquella noche hablaron de geografía y de sí mismos, se besaron lentamente y esperaron a la mañana. Pero tan al norte el sol de enero no llega nunca a salir, siempre por debajo de la línea del horizonte. El extranjero amaba el calor y la luz, pero en aquella ocasión lo hubiera dado todo por no ver el final del invierno.

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