lunes, 26 de octubre de 2009

En penumbra

El personaje era bajo y algo contrahecho, de voz abrupta y modos escasamente refinados, aunque excelente caligrafía; un tipo de esos que, a pesar de conocer a la perfección las convenciones, parecen encontrarse especialmente cómodos demostrando falta de tacto, haciéndo sonar una risa ronca y profunda, carcajadas amplias como el viento polar que señalan su pertenencia a la tundra, el espíritu animal que les carcome. Åppås se sentaba junto a él, rozándole levemente la rodilla con su rodilla, atendiendo a unas palabras que se perdían en el círculo formado entorno a los licores y las brasas de una hoguera ya apagada. Venían de una breve y hermosa escaramuza que los había enfrentado a un comando de jóvenes fascistas finlandeses. El cuerpo del extranjero estaba dispuesto algo más atrás, levemente desplazado respecto del haz de luz que aún desprendía la antigua fogata, en una penumbra que parecía atraerle hacia la oscuridad de una noche imantada. Pensaba en el capitán Emanuel Wynne, el primer hombre que en 1700 izó la bandera pirata, con la calavera y las dos tibias cruzadas, en blanco sobre tela negra. Sabía de la ley que rige entre corsarios, fuerza y democracia. Sabía de Drake y de Barbanegra, de capitanes colgados de la verga, del ron de las cañas jamaicanas y de los bocoyes de cerveza. Había leído todas esa historias de vidas arriesgadas, del trinquete y el cabestrante, del cañón, el oro, la ebriedad y los cánticos. El extranjero portaba, entre otras cosas, un cuaderno de notas y una pequeña hacha atada al cinto. Escribió el nombre de aquel hombre en la libreta y, a continuación, le aplastó el hacha en la cabeza.

sábado, 17 de octubre de 2009

El hambre

La soledad había obligado a los combatientes a cambiar los hábitos de vida de manera importante. Se habían abandonado ciertas formas de vestir y la costumbre de respetar algunas formalidades tendía progresivamente a borrarse. Desde el punto de vista de un observador externo pudiera parecer que todos, incluida ella, se habían vuelto más despiadados, pero ocurre que el frío y el viento que en los claros arrastra el polvo de nieve también suele llevarse los criterios aprendidos. Las posturas a la hora de caminar o sentarse, el modo amar y la entonación de los adjetivos, todo había entrado en lo que individuos poco avispados a buen seguro considerarían un obvio proceso de deterioro. Sin embargo, al extranjero aquello le resultaba de lo más interesante y hasta divertido. Lo único que, inicialmente, le había costado un poco asumir fue la práctica, para 1929 ya muy extendida, del canibalismo. La lucha había devenido caza. Y en la caza nada se desperdicia. La reyertas invernales se convirtieron en la mejor fuente de alimento. Por otro lado, se decidió respetar la fauna autóctona. Ella, sin duda, disfrutaba devorando al enemigo.

domingo, 11 de octubre de 2009

Correspondencia

Abandonada la pequeña marca en un árbol gris, a la altura de la rodilla. Dos hojas arrancadas, lívidas sobre la nieve. El hueco peculiar separando la maleza. Uno podía encontrar una multitud de señales, cada una con un significado concreto, mensajes que se extendían a través de la tundra, de ríos y bosques. Habían convertido el territorio en un gran texto en el que leer las aventuras del combate, pero también la extrañeza de la amistad renovada o relatos de amor y miseria, de la vida solitaria o del encuentro con las bestias. Ella escribía sus afectos en esa lengua para él incomprensible. Durante sus paseos en torno al lago, el extranjero siempre pensaba en cuánto le gustaría a ella caminar lenta sobre la piedra del Puente de Praga, contemplar las estatuas de santos, el bullicio constante de la ciudad, el apacible fluir del Moldava. Le daba pena saber que ya nunca podrían cruzarlo juntos en tranvía conforme al ágil ritmo de los caballos. Se había preguntado innumerables veces cómo desgranar las sílabas de un decir que se confunde con la naturaleza, que está en todas partes y nunca calla.

jueves, 8 de octubre de 2009

Los nombres

Allí nadie conocía el nombre de los demás e incluso se diría que cada cual había llegado a olvidar el suyo propio. Tan sólo se manejaban pseudónimos que, por otro lado, variaban como el clima, según ritmos nunca perfectamente previsibles. Era importante para la lucha conseguir permanecer inaprehendidos, no ser nunca identificados ni, por supuesto, detenidos. Teniendo en cuenta que los encuentros se llevaban a cabo siempre bajo la forma de a dos y que necesariamente resultaban fugaces y escasos, de lo que se trataba era de informar pronto del cambio, para que se extendiese lo más rápido posible la noticia de que había un nuevo miembro en el grupo. Que los combatientes acumulasen cada cual muchos nombres producía un efecto benigno sobre el imaginario del conjunto y exasperaba al enemigo. La proliferación generaba el sentimiento de que el movimiento estaba creciendo. Ella había alternado en los últimos años entre varios pseudónimos sin detenerse en uno concreto. Åppås era el que conocía el extranjero. Una noche durante el otoño de 1930 él le preguntó por su verdadero nombre. Ella le acarició el rostro como quien siente lástima por un animal herido y antes de besarle le respondió, todo es como la nieve, verdadero ninguno.

La piel

Le había preguntado al extranjero de dónde vienen los pájaros y cuál es su destino, qué buscan al final del verano. Le había dicho que sólo un apego extraño le impedía abandonar definitivamente la tundra, que algo le convocaba a no alejarse para siempre de Karasjok, pero que soñaba con viajar hacia el sur para adentrarse en el continente, con ver los mares cálidos y las arenas de desiertos desconocidos. Él callaba por temor a defraudar con respuestas vanas. Creía no tener nada que contar o sólo alguna aventura de escasa importancia. El recuerdo del tiempo pasado en las grandes ciudades del oeste de Europa, los desplazamientos en barco, la estancia en Moscú, los suaves licores y los amores perdidos, todo aquello palidecía ante la mirada curiosa de Åppås. Él callaba, con la esperanza de poder así retenerla un poco más, de alargar el instante y las preguntas. Sabía que si permanecía allí era porque el martillo de Thor la obligaba a refugiarse temporalmente y que tarde o temprano la tormenta cesaría. Ella no parecía tener pasado. Sin embargo, en su estómago sobrevivían historias como reliquias de familia de las que no podía desprenderse. Tenía las manos frías y un tatuaje oculto que hablaba del olvido necesario.

El tiempo

Accedió a donde se escondía el extranjero, con el fusil al hombro y a pié a través del lago. La cabaña desvencijada estaba repleta de informes manuscritos. Algunos libros de título incomprensible parecían hacer la función de pisapapeles. Al cruzar la entrada, la lámpara de aceite iluminó el colgante atado a su cuello, un trozo de nieve o de hielo atravesado por un cordón de cuero viejo, por fuera de la chaqueta de piel y a la altura del pecho. Cada invierno hacía una figura nueva que se derretía al llegar la primavera. Ella decía con una sonrisa que era su corazón blanco, pero el interés real del objeto era mucho más mundano. Que comenzase a deshacerse era la señal que le indicaba que tenía que reiniciar la marcha, que ya había pasado demasiado tiempo en un lugar cálido y acogedor, que era hora de irse. Al extranjero siempre le había sorprendido la belleza del agua y de la combatiente. Aquella noche hablaron de geografía y de sí mismos, se besaron lentamente y esperaron a la mañana. Pero tan al norte el sol de enero no llega nunca a salir, siempre por debajo de la línea del horizonte. El extranjero amaba el calor y la luz, pero en aquella ocasión lo hubiera dado todo por no ver el final del invierno.

Åppås

Fue después de que les quitaran los renos, el 13 de octubre de 1923, cuando decidió abandonar a su familia e introducirse en el bosque. Del pasado sólo conservó la ropa puesta y una raro cristal verde que se parecía a un ojo. Las políticas eugenésicas contra los sami ya habían obligado a muchos a replegarse. Apenas sabía cazar, pero la idea de morir de hambre para acabar devorada por las bestias le resultaba mucho más seductora que el trabajo agrícola o el despacho de Herman Lundborg. Cuando en una ocasión oyó hablar de la rebelión de 1852 en Kautokenio algo cambió para siempre en ella, como si su centro de gravedad se hubiera desplazado repentinamente. Insertarse en la lucha no resultó ser sino la única forma de recuperar el equilibrio. Si la estrategia consistía en minar lo más posible al enemigo encerrándolo en sus ciudades, la táctica pasaba por intensificar el nomadismo hasta confundirse con el entorno. No había dejado de moverse hasta aquella noche en que se reunió por primera y última vez con su pequeña tribu rebelde. Poco antes de la ofensiva soviética se sentaron en una vieja cabaña en torno del silencioso tambor de un antiguo noaidi. Los pictogramas anunciaban su futuro. Sólo sería necesario aprender a soportar la soledad primitiva, casi originaria, olvidar los nombre y borrar las huellas. En esta última tarea, ella demostró ser una verdadera especialista, lo que le valió el sobrenombre de Åppås, nieve de invierno virgen y sin pisadas.

En la noche

El tiempo que pasó escondida junto a los demás combatientes le recordaba a cuando de niña la oscuridad se alargaba hasta cubrir con su manto negro los meses y la única luz provenía de los enormes renos blancos. En esas noches de infancia había escuchado contar una y otra vez de boca de su abuela la leyenda de Beiwe, diosa de la cordura, y del viaje que emprendiera junto a su hija en busca de pastos. Ellas protegían a los sami del desvarío invernal. La vieja lo repetía constantemente, como para alejar el peligro. La vieja siempre había sido una mujer extraña. El resto de la comunidad le demostraba un respeto que acaso se confundía con el temor. A pesar de su belleza la mantenían a una distancia prudente, quién sabe si porque desconocían qué había hecho durante sus años de juventud, cuando al cumplir los quince marchó en dirección a San Petersburgo, o porque eran incapaces de acostumbrarse a mirar directamente al gran ojo verde de cristal que trajo a su regreso. Pero a la niña siempre le había fascinado aquel iris pétreo. Observaba cómo, conforme su abuela desgranaba las palabras, el reflejo de un mundo sin sol se concentraba en el vidrio. Durante la noche polar, en el invierno anterior a la gran ofensiva soviética, mientras los compañeros dormitaban, ella suavemente deslizaba la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta para acariciar el cristal y la infancia.

Al norte

Tal vez por error llegó en tren a Narvik en el otoño de 1904. No era el primer extranjero que llegaba desde que apenas sí un año antes se inaugurase la vía. Caminaba como esos oficinistas vieneses que a mitad de mañana siempre tienen algún recado que hacer y a prisa suben y bajan de los tranvías para entregar una carta o visitar a una amante secreta, con gabardina marrón, una pierna delante y otra atrás y el hombro derecho algo caído, como si transportase un maletín repleto de informes y documentos burocráticos. Comenzaba a hacer frío, así que decidió entrar en la taberna que había al otro lado de la calle. Fue al ir a cruzar la puerta, tras haber ya girado el pomo metálico, cuando la vio envuelta en una chaqueta hecha de la piel de algún animal salvaje y cargada con una bolsa enorme a la espalda. Tenía los ojos algo rasgados, como corresponde a los miembros de la comunidad sami de la que formaba parte, nómadas inquietos. Resbaló en el preciso momento en que se cruzaban y fue a caer en sus manos. Aquel abrazo duró hasta poco antes de la ofensiva soviética, cuando durante una escaramuza contra una unidad de montaña alemana consideraron oportuno, por motivos tácticos, separarse.