jueves, 8 de octubre de 2009

En la noche

El tiempo que pasó escondida junto a los demás combatientes le recordaba a cuando de niña la oscuridad se alargaba hasta cubrir con su manto negro los meses y la única luz provenía de los enormes renos blancos. En esas noches de infancia había escuchado contar una y otra vez de boca de su abuela la leyenda de Beiwe, diosa de la cordura, y del viaje que emprendiera junto a su hija en busca de pastos. Ellas protegían a los sami del desvarío invernal. La vieja lo repetía constantemente, como para alejar el peligro. La vieja siempre había sido una mujer extraña. El resto de la comunidad le demostraba un respeto que acaso se confundía con el temor. A pesar de su belleza la mantenían a una distancia prudente, quién sabe si porque desconocían qué había hecho durante sus años de juventud, cuando al cumplir los quince marchó en dirección a San Petersburgo, o porque eran incapaces de acostumbrarse a mirar directamente al gran ojo verde de cristal que trajo a su regreso. Pero a la niña siempre le había fascinado aquel iris pétreo. Observaba cómo, conforme su abuela desgranaba las palabras, el reflejo de un mundo sin sol se concentraba en el vidrio. Durante la noche polar, en el invierno anterior a la gran ofensiva soviética, mientras los compañeros dormitaban, ella suavemente deslizaba la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta para acariciar el cristal y la infancia.

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